Tendríamos que aceptar que el comportamiento
del ser humano es mucho más complejo que cualquier virus
Jonathan Mann
S
egún el historiador Allan M. Brandt, a la luz de la historia de las enfermedades de transmisión sexual, es casi imposible ver la epidemia del sida sin una sensación de déjà vu. Y es que, al igual que la sífilis, el sida despertó miedos que revelan ansiedades sociales y culturales mucho más profundas sobre la enfermedad, su capacidad de transmisión y sus víctimas. A principios del siglo xx, la enfermedad venérea era “una metáfora de las ansiedades del final de la era victoriana sobre sexualidad, contagio y organización social. Pero estas metáforas no son meras construcciones lingüísticas inofensivas. Tienen implicaciones sociopolíticas muy poderosas, de las cuales muchas han sido notablemente persistentes a lo largo del siglo”. De hecho, las preocupaciones sobre este tipo de enfermedades también “reflejaban un miedo persuasivo de las masas urbanas, el crecimiento de las ciudades, la naturaleza cambiante de las relaciones familiares”. Los paralelismos del sida con estas enfermedades eran chocantes e incontestables.
Una ola de pánico invadió a la sociedad, primero estadounidense y después de otros países. El sida parecía haber surgido de la nada con reportajes sensacionalistas en la prensa sobre jóvenes homosexuales que morían en condiciones extrañas. De repente, los dentistas empezaron a ponerse tapabocas y guantes; y había “reglas de sangre” en el campo de los deportes para proteger a los jugadores de la sangre de los heridos. La gente sabía que el sida era contagioso y, sin embargo, como su comienzo era asintomático, su irrupción era invisible. Las muertes proyectadas eran apocalípticas. Y como con la lepra y la sífilis en los primeros tiempos, el sida estaba vinculado en la mente de muchos con el pecado y la depravación --con usuarios de drogas intravenosas y prácticas sexuales antinaturales y profanas”. Además, como señala Lupton, las prácticas masculinas homosexuales se volvieron sujeto de la mirada clínica ya que los investigadores intentaban encontrar la causa de esta nueva enfermedad en el cuerpo del hombre homosexual. La sexualidad y sus peligros, para individuos activos sexualmente de todas las preferencias, se volvieron en sujeto de un escrutinio público intenso y crítico, así como de ansiedad privada. Emergió un contradiscurso a la libertad sexual, en el que se argumentaba que la ‘promiscuidad’ sexual estaba siendo castigada por la enfermedad fatal, y se propugnó el regreso a los valores chapados a la antigua de monogamia y fidelidad marital.
Los gobiernos de diferentes países empezaron a patrocinar campañas de educación para la salud, basadas en la presuposición de que la conciencia sobre el peligro de ciertas actividades iba a resultar en que se evitaran. “A los británicos se les advertía: “Don’t die of ignorance” y se les preguntaba: “AIDS: How Big Does It Have To Be Before You Take Notice?”, en anuncios impresos y en la televisión mediante imágenes apocalípticas y prohibitivas de ataúdes, lápidas, icebergs y volcanes que significaban desastres amenazantes a gran escala. En Australia se llevó a cabo una notoria campaña de la ‘muerte personificada’ (the Grim Reaper), usando un género de película de terror mediante la imagen del símbolo de la muerte arrasando con australianos ‘ordinarios’. Estas campañas intentaban crear conciencia de los riesgos del VIH/sida mediante tácticas de impacto y dirigidas a crear miedo, asociando la sexualidad con culpa y muerte, y posicionando al público como ignorante y apático y al Estado como guardián de la moralidad en nombre de la preservación de la salud pública” (Lupton 2003).
Para el otoño de 1986, virtualmente todas las teorías del sida, sin importar qué tan extraordinarias fueran sus bases semánticas, tuvieron que confrontar una nueva realidad: el sida podía transmitirse por medio de relaciones heterosexuales y otras actividades sexuales entre mujeres y hombres. “Repentinamente, reveló la portada de una revista estadounidense en enero de 1987, ‘la enfermedad de ellos es la enfermedad de nosotros’; y 'nosotros' estaba representado gráficamente en la revista por un hombre y una mujer --jóvenes, blancos, profesionistas urbanos” (Treichler 1988).
No obstante, aún después de que se reconociera que los homosexuales no eran los únicos que podían infectarse con el virus, permaneció una distinción nocional entre “aquellos que se lo provocaron a sí mismos” y los “inocentes” que se habían infectado inmerecidamente. Las declaraciones de la princesa Ana en el encuentro de 1987 sobre el sida en Inglaterra también ponen de relieve esta concepción: “la verdadera tragedia es la de las víctimas inocentes, la gente que ha sido infectada sin saberlo, quizá como resultado de una transfusión... Quizá lo peor de todo son esos niños infectados en el seno materno que nacen con el virus” Esta distinción entre víctimas inocentes (hemofílicos y niños) y no inocentes, es decir, culpables (homosexuales y drogadictos), subyacente en muchos discursos sobre el sida, también reproduce representaciones similares a las de la sífilis. Como señala Brandt, a principios del siglo xx los médicos de entonces “definieron lo que llamaron insontium venéreo o enfermedad venérea de los inocentes”. Esta distinción “tuvo el efecto de dividir a las víctimas; algunas merecían atención, simpatía y apoyo médico, otras no, todo dependía de cómo se había adquirido la infección”.
Otro paralelismo con la sífilis fueron las numerosas hipótesis que surgieron por todo el mundo sobre los orígenes del sida. Mientras que en el mundo occidental por lo general se localizan sus orígenes en África; muchas personas en África lo atribuyen a Occidente, particularmente a los Estados Unidos. Tampoco debe sorprender que entre los mismos países africanos se hayan pasado la pelota (Ruanda y Zambia dijeron que el sida se originó en Zaire, Uganda dijo que venía de Tanzania, y así sucesivamente). Por lo demás, en la ex Unión Soviética, el sida era considerado como “un problema extranjero”, atribuible a la CIA o a tribus en África Central. En el Caribe, e incluso en los EU, se creía extensamente que el sida provenía de experimentos biológicos estadounidenses. Los franceses primero creyeron que el sida fue introducido por vía de un “contaminante americano” (también creían que el sida venía de Marruecos). La URSS, Israel, África, Haití y las Fuerzas Armadas de EU negaron la existencia de homosexualidad nativa y así alegaron que el sida debía haberse originado en “otra parte”. La historia de los nombres de las enfermedades sórdidas ofrece una interesante evidencia diacrónica de los antagonismos políticos de la época: “la práctica disfemística común entre los grupos humanos es culpar al enemigo de la propagación de enfermedades que afligen a los que se relacionan con el vicio y la inmoralidad” (Allan y Burridge 2005).
A pesar de las analogías con otras enfermedades, la nueva epidemia era diferente, también. Según Brandt, el sida hace explícita, como pocas enfermedades podrían, la compleja interacción de fuerzas sociales, culturales y biológicas. Al haber golpeado a personas consideradas como extrañas y exóticas por los científicos, médicos, periodistas y gran parte de la población estadounidense, inicialmente el sida no planteó muchas interrogantes existenciales. “El cuerpo del hombre gay ‘promiscuo’ dejó claro que, incluso si el sida resultaba ser una enfermedad de transmisión sexual, no sería un lugar común. Las conexiones entre sexo, muerte y homosexualidad hicieron inevitablemente que la historia del sida pudiera ser leída como ‘la historia de una metáfora’ (Treichler 1988).
La asociación del VIH/sida con la homosexualidad, pero también posteriormente con otras formas de estigmatización asociadas con la prostitución, con la “promiscuidad” y la “desviación sexual” marcan la historia de la epidemia y siguen funcionando hoy en día como quizás el único aspecto más arraigado del estigma relacionado con el VIH/sida. Sin embargo, esta no es la única fuente preexistente de discriminación que ha interactuado tan estrechamente con la enfermedad. Parker y Aggleton detectan cuatro ejes o ámbitos que parecen haber estado casi universalmente presentes en todos los países y culturas mientras sus respuestas al VIH/sida se desarrollaban: (1) el estigma en relación con la sexualidad; (2) el estigma en relación con el género; (3) el estigma en relación con la raza u origen étnico; y (4) el estigma en relación con la pobreza o la marginación económica. De hecho, los primeros casos de infección se reportaron en personas que ya estaban estigmatizadas y marginadas como miembros de comunidades y grupos socialmente oprimidos e indeseables. Su estigmatización y opresión continuada, a su vez, ha acentuado su vulnerabilidad, creando el círculo vicioso de la estigmatización y discriminación relacionada con el VIH/sida.
Los discursos oficiales no están exentos de estas prácticas estigmatizadoras y discriminadoras, y éstas se ven reflejadas en el uso que hacen del lenguaje. No hay mejor ejemplo de esto que la tendencia casi universal de los programas gubernamentales de prevención y control de sida a priorizar acciones dirigidas a reducir el riesgo de infección por parte de la llamada población general, a expensas de las poblaciones consideras de alto riesgo. Semejantes acciones sugieren implícitamente mediante el uso de metáforas y eufemismos que la salud pública no incluye la salud de los segmentos de la sociedad ya marginados y estigmatizados. Dichas metáforas y eufemismos, como las que se usan en casi todas las formas de estigmatización, desde luego cubren muchas de las suposiciones reales que están en juego: el término ‘población general’ normalmente es de hecho una glosa para ‘hombres y mujeres heterosexualmente activos’; el término ‘grupos de alto riesgo’ usualmente se refiere a ‘hombres homosexualmente activos’, ‘trabajadoras sexuales’, ‘usuarios de drogas intravenosas’, etc.
Otras metáforas comunes que se han usado para describir al VIH/sida son las que evocan historias detectivescas, la ira de Dios, visiones apocalípticas, horror gótico, asesinos silenciosos, losas sepulcrales y la muerte personificada para ‘darle sentido’ a la nueva enfermedad y su impacto en la sociedad (Lupton 2003). Parker y Aggleton, por su parte, mencionan el sida como muerte (mediante imaginería como la Muerte Personificada); el sida como horror (en que las personas infectadas son satanizadas y temidas); el sida como castigo (por comportamientos inmorales); el sida como crimen (por ejemplo, en relación con las víctimas inocentes y culpables); el sida como guerra (en relación con un virus que necesita ser combatido); y quizá por encima de todas, el sida como Otredad (en que el sida es visto como una aflicción de aquellos que son diferentes).
El “virus ideológico” implícito en el discurso relacionado con el sida (y con las enfermedades en general) es de hecho mucho más poderoso que su contraparte biológica. Desde luego que las respuestas negativas a estas enfermedades son inevitables. El problema es que éstas refuerzan las ideologías dominantes de lo bueno y lo malo con respecto no sólo a la sexualidad sino también a la enfermedad, y quizá, por encima de todo, con respecto a lo que se entiende como comportamientos correctos e incorrectos. La representación negativa de las personas con VIH y sida, reforzada por el lenguaje y las metáforas que se han usado para hablar y pensar sobre la epidemia, ha tendido a reforzar el miedo, la evasión y el aislamiento de los individuos afectados. Pero, como bien expone Treichler, hablar del sida como una construcción lingüística no significa, por supuesto, que exista sólo en la mente. Como otros fenómenos, el sida es real, y completamente indiferente de lo que digamos sobre éste. “Nuestros nombres y representaciones pueden, sin embargo, influenciar nuestra relación cultural con la enfermedad y, de hecho, su presente y su futuro, desde luego”.
Creo que esta conclusión se puede aplicar a cualquier enfermedad o epidemia en cualquier momento. Vean lo que está sucediendo acutalmente con este brote de influenza o gripe porcina. Me parece que nuestras reacciones reflejan mucho del miedo y desconfianza al Otro que tanto caracteriza a la raza humana.

Esta entrada está adaptada de un fragmento de un capítulo de mi tesis de maestría.