miércoles, 30 de septiembre de 2009

Efebofilia

Efebofilia (del griego έφηβος, efebos: adolescente y φιλία, filía: amor) es la atracción erótica y sexual por adolescentes. Si bien en la Grecia antigua el término efebos se usaba sobre todo para referirse a los varones atenienses de entre 18 y 20 años en la efebeia (una institución encargada de realizar custodia), la efebofilia suele usarse para definir la atracción por menores púberes y pospúberes, usualmente en el rango de edad desde los 13 a los 17 años.

Este neologismo viene a colación como cortesía del Vaticano, cuyo representante en la ONU acaba de aclarar que los curas no son pedófilos, sino "efebófilos" (ver la nota aquí). ¡Hombre! ¡Muchas gracias por la aclaración!

Dejando el sarcasmo de lado, me parece el colmo del cinismo y no entiendo a qué viene esa aclaración. Obviamente existe una diferencia entre la pedofilia (o pederastia) y la efebofilia, pero desde mi punto de vista para efectos éticos y legales es irrelevante. Aunque en la mayoría de los países la edad de consentimiento sexual oscila entre los 13 y 15 años, si el sexo se obtiene mediante engaño, amenazas, acoso en relaciones de dependencia o de poder, etc. el acto es considerado una violación. De este modo, la efebofilia es igual de condenable que la pedofilia. Digo, ¿a Roman Polanski si le pueden hacer la vida de cuadritos treinta años después y a los curas efebófilos no?

miércoles, 23 de septiembre de 2009

Serendipia

All things are ready, if our minds be so
Shakespeare (Henry V, Act 4, Scene 3)


Por un artículo publicado la semana pasada en El País acabo de descubrir esta palabra. Según la Wikipedia, la serendipia es “un descubrimiento científico afortunado e inesperado que se realiza accidentalmente”. El diccionario Merriam Webster define el término como “la facultad o el fenómeno de descubrir cosas valiosas o agradables sin proponérselo”.


En la historia de la ciencia, hay un sinfín de ejemplos de serendipia. Alfred Nobel inventó la dinamita gracias a que mezcló accidentalmente nitrocelulosa con nitroglicerina; Louis Pasteur obtuvo cristales de una forma única debido a que la temperatura en el alféizar de la ventana estaba por debajo de los 26°C; Henri Becquerel dio con el uranio mientras trataba de investigar el fenómeno de la fluorescencia usando placas fotográficas; y James W. Christy descubrió el satélite más grande de Plutón, Caronte, gracias a una imagen defectuosa de Plutón. En la farmacología hay muchos casos también. Por ejemplo, una espora que cayó accidentalmente en una placa de cultivo y que mató a una bacteria llevó a Alexander Fleming a descubrir la penicilina y a abrir camino para la era de los antibióticos.

La mayoría de los descubrimientos arqueológicos se han hecho por accidente: los Rollos del Mar Muerto fueron descubiertos por dos pastores beduinos en una cueva de Qumrán (dicen las malas lenguas que inclusive los pastores quemaron algunos manuscritos en una hoguera que hicieron para calentarse). En 1799, el capitán francés Pierre-François Bouchard descubrió la piedra de Rosetta cuando las tropas de Napoleón estaban en Egipto. Y, sin irnos tan lejos, los restos del Templo Mayor fueron descubiertos en 1978 por unos trabajadores de la Compañía de Luz mientras excavaban para hacer una instalación subterránea de cables.

En el ámbito de la exploración también predominan los casos de serendipia, siendo quizás el más emblemático el descubrimiento de América. Y también existe serendipia en el mundo de las ideas y los conceptos. Así, por ejemplo, a Isaac Newton se le ocurrió la teoría de la gravedad cuando vio caer una manzana de un árbol y Arquímedes también tuvo una “revelación” mientras tomaba un baño en tina, lo que lo llevó a descubrir su famoso principio y salir a las calles de Siracusa desnudo gritando ¡Eureka!

En realidad, se podría decir que la serendipia es casi casi el motor de la ciencia. Pero a todo esto, ¿de dónde viene la palabra?

Serendipia es un calco del vocablo inglés serendipity. El término es un neologismo acuñado por el escritor británico Horace Walpole en 1754 a partir de un cuento de hadas persa titulado “Los tres príncipes de Serendip”, cuyos héroes se la pasaban haciendo descubrimientos, por accidente o sagacidad, de cosas que no buscaban”. El nombre proviene de Serendip, un antiguo nombre para Ceilán (hoy Sri Lanka), del árabe Sarandib y del sánscrito Simhaladvipa. Si bien la palabra se originó en el siglo xviii, su uso no se expandió hasta el siglo xx. Actualmente, aparece en todos los diccionarios ingleses y en 1950 se formó el adjetivo serendipitous (¿serendipitoso?).

Hace diez años el escritor escocés William Boyd, en su novela, Armadillo, acuñó el término zemblanity (¿zemblania o zemblanidad?) como antónimo de serendipia. Es decir, se trata de la "facultad de hacer descubrimientos infortunados y desagradables". La palabra viene de Novaya Zemlya (Nueva Zembla), un archipiélago en el ártico, en el que Rusia llevó a cabo numerosas pruebas nucleares. Zemblanity sería, pues, el descubrimiento inevitable de lo que no se quiere saber. Sin embargo, el uso de este vocablo aún no se ha expandido y no aparece en los diccionarios ingleses.

Si bien serendipia no aparece en el DRAE, ni en ningún otro diccionario español (al menos no en los que tengo en casa), el término es de uso muy frecuente en nuestra lengua. La Wikipedia menciona el término español chiripa como sinónimo de serendipia. Según el María Moliner, chiripa es “un acierto casual o una casualidad favorable, rara”. Pero como el mismo artículo de la Wikipedia señala, “chiripa” es más de uso coloquial y además, según el diccionario, esta palabra se usa más en un contexto de juego.

Por cierto, este rollo de la serendipia me recordó a una entrada que escribí hace casi un año sobre el sistema de estantería abierta en las bibliotecas. En ese entonces no conocía la palabra, pero de haberla conocido habría dicho que la estantería abierta promueve la serendipia. También el Internet es una fuente ilimitada de serendipia. ¡Cuántos descubrimientos afortunados he hecho por hacer clic en un vínculo que se me presenta fortuitamente!

jueves, 17 de septiembre de 2009

El español no viene del latín

El título de esta entrada hace alusión al título igual de provocador de un libro francés que se publicó hace dos años: Le Français ne vient pas du latin ! de Yves Cortez. Su autor, un apasionado por el estudio de las lenguas y la lingüística, nos ofrece en esta obra un ensayo sobre lo que él llama una “aberración lingüística”.

Según Cortez, contrariamente a la idea generalmente admitida, las lenguas romances no vienen del latín. ¿Y entonces de dónde vienen? He aquí la originalidad de su tesis: de un italiano que él llama “antiguo”. La tesis del autor es que el latín fue la lengua única de los romanos hasta el siglo III a.C. Después el latín se vería sumergido por el italiano, pero seguiría siendo la lengua del poder y de la literatura. De este modo, a partir del siglo II a.C., los romanos eran bilingües: utilizaban el italiano como lengua hablada y el latín como lengua escrita. Los romanos llevarían esas dos lenguas a todas las regiones que conquistaron.

Pero no vayan a creer que el autor se saca todo esto de la manga. Nos ofrece una serie de argumentos que, si bien no tengo las bases para decir si son o no pruebas irrefutables como él las llama, al menos están bien documentados y se presentan de forma rigurosa. A continuación, resumiré algunos de los argumentos más importantes:

1. El latín es una lengua muerta desde el siglo I d.C. Cortez ofrece diversos datos históricos que sugieren que a partir de ese siglo, más o menos, el latín dejó de ser una lengua viva y se utilizaba solamente como lengua escrita en los ámbitos literarios y políticos. (Uno de esos datos, por ejemplo, es una cita de Suetonio que indica que el teatro en tiempos de Julio César se presentaba en tres idiomas -latín, griego y osco- lo cual lleva a deducir que el latín y el griego sólo eran comprendidos por la elite romana educada).

2. El vocabulario de base de las lenguas romances no es latín. Sin embargo, los numerosos e importantes préstamos del latín a las lenguas romances pueden ocultar esta realidad. En términos generales, los préstamos lingüísticos tienen dos rasgos. Por un lado, pertenecen a ámbitos particulares propios de un estado avanzado de desarrollo, como el derecho, la filosofía, la teología, etc. Por otro lado, suelen tener pocas transformaciones fonéticas, de modo que casi son idénticos a las palabras de la lengua de la que se originan. No hay que olvidar que el latín y las lenguas romances estuvieron en contacto durante más de veinte siglos y que el vocabulario de la primera lengua se incorporó al de las últimas durante tres grandes períodos: del siglo III a.C. al siglo I d.C., los pueblos latino e italiano coexisten y el aporte es directo; del siglo II al siglo XVI, el latín si bien es lengua muerta permanece como la única lengua escrita de Europa occidental y los filósofos, teólogos, juristas y demás recurren continuamente al latín; en la época moderna la necesidad de palabras nuevas en los ámbitos científico y técnico abre una nueva era para los préstamos de las lenguas antiguas.

Sin embargo, Cortez observa que, poniendo de lado todas esas palabras cultas, el vocabulario de la vida común y corriente de las lenguas romances, constituido por miles y miles de palabras, no tiene prácticamente nada que ver con el del latín. Y no se limita a solamente decirlo sino que lo demuestra con varias tablas comparativas de vocabulario en las que el lector puede constatar qué tan próximas son las lenguas romances entre sí y qué tan distantes son del latín.

3. La gramática de las lenguas romances no “heredó” nada del latín. Según Cortez, si hubiera una filiación directa entre el latín y las lenguas romances al menos habría “coincidencias” entre los sistemas gramaticales. Sin embargo, no sólo no hay coincidencias sino que la realidad es que estamos ante dos sistemas completamente diferentes. He aquí unas cuantas de las diferencias:

a) El latín es una lengua en la que las declinaciones son numerosas y complejas, mientras que ninguna de las lenguas romances presenta declinaciones. Cortez critica el típico argumento de quienes sostienen la tesis de la filiación, según el cual el vulgo habría simplificado la gramática del latín eliminando las declinaciones. (Personalmente también critico ese tipo de argumentos elitistas que consideran que la complejidad de una lengua no es para la gente ordinaria).

b) El plural del latín se forma esencialmente en el caso nominativo con las siguientes desinencias: ae, i, a, es, ia, us, ua, según el tipo de declinación. En las lenguas romances, en cambio, los sustantivos no se declinan.

c) En latín no hay artículo definido ni indefinido, mientras que todas las lenguas romances tienen los dos tipos de artículo, que prácticamente son los mismos.

d) El latín, como el alemán, el griego y el ruso, tiene tres géneros: masculino, femenino y neutro. Las lenguas romances tienen dos: masculino y femenino. Según Cortez, parece extraño que el neutro no haya dejado rastro alguno en ninguna de las lenguas romances.

e) El tratamiento de Usted no existe en latín, pero tiene la misma forma en todas las lenguas romances (salvo en el italiano que utiliza como el alemán la tercera persona del singular). Con respecto a esta diferencia, Cortez señala no sin sarcasmo que para ser pueblos supuestamente rústicos se observa en las lenguas romances una sutileza que los latinos no tenían.

f) El latín forma sus adverbios con las desinencias “ter” o “e”. No es posible encontrar ningún rastro en las lenguas romances que recurren a la desinencia -ment (francés) o –mente (español e italiano).

g) Las conjugaciones del latín son completamente diferentes a las de las lenguas romances.

h) La sintaxis, en lo que concierne al orden de palabras, es radicalmente opuesta entre el latín y las lenguas romances .

4. Las lenguas evolucionan lentamente. En teoría, la transformación del latín en lenguas romances se hizo en un lapso de seis siglos aproximadamente. Sin embargo, para Cortez, ese lapso de tiempo es demasiado corto para que el latín se hubiera transformado tan radicalmente. Dicha evolución sería un caso excepcional en la historia de las lenguas que demuestra una tendencia a la estabilidad. Para reforzar su argumento, el autor toma textos del francés, inglés, italiano y árabe antiguos y los compara con sus traducciones a la versión moderna de esas lenguas, demostrando lo poco que se han transformado a lo largo de los siglos. También presenta un extracto del Juramento de Estrasburgo (842 d.C.), considerado por los lingüistas como el eslabón perdido entre el latín y el francés, el cual resulta bastante inteligible para un lector francófono moderno (cuando, hay que admitirlo, para quienes no estudiamos el latín cualquier texto en esa lengua muerta es bastante críptico).

5. La etimología del francés es fantasista. En este tema, Cortez va un poco lejos cuando dice que toda la etimología oficial del francés está basada en arbitrariedades, fantasías y una falsa erudición. Pero lo cierto es que si se probara como un hecho que las lenguas romances no vienen del latín, esa tesis implicaría que todas las etimologías que nos han enseñado son falsas. ¡Habría que volver a escribir los diccionarios!

En resumen, para Cortez el llamado “latín vulgar” o “bajo latín” (del cual, según la versión oficial, derivan todas las lenguas romances) es una ficción pura y simple, y las lenguas romances provienen de ese italiano arcaico, que a mi juicio quizá sería mejor llamar proto-italiano. Esa protolengua no sería descendiente del latín, sino “prima” o “hermana”, es decir que ambas descenderían de una lengua anterior.

Como dije al principio de esta entrada, no tengo las bases para decir si esta tesis es o no cierta. No sé latín y tampoco soy experta en lingüística histórica ni en ninguna otra disciplina afín. Sin embargo, me parece una teoría interesante y bien argumentada que podría abrir nuevas posibilidades de investigación. No soy una persona de dogmas y creo que todas las opiniones, siempre y cuando estén fundamentadas, son válidas.

No obstante, debo decir que hubo un detalle que me molestó un poco del libro: el tono excesivamente sarcástico que Cortez usa para contraponer su tesis con las explicaciones tradicionales de los lingüistas y académicos reconocidos. Si bien me hizo reír mucho durante la lectura del libro, me parece que esa actitud le quita un poco de seriedad y credibilidad al trabajo. No es que el humor sea incompatible con el rigor científico, pero para demostrar una teoría no es necesario burlarse de los defensores de otras posturas, ni mucho menos ridiculizarlos. Esto, aunado al hecho de que el autor se presenta a sí mismo como el Copérnico de la lingüística, puede ser una de las causas por las que este trabajo no se ha tomado muy en serio en los círculos académicos.

Otra causa me parece que es la dificultad que siempre ha existido para romper con los dogmas. Hice una búsqueda en Internet para ver cuál había sido la recepción de este libro y, si bien me topé con algunos foros en los que se condena o se alaba la teoría, en los círculos académicos no se habló del tema en lo absoluto. He notado que en la ciencia hay una tendencia a simplemente ignorar las tesis que vienen a plantear nuevos paradigmas. Ni siquiera se toman la molestia de discutirlas, simplemente las matan con su silencio.

Cabe señalar que lo que plantea Cortez no es nuevo. Ya en el siglo XIX algunos filólogos y estudiosos como Eugène Hins, Jean Espagnolle, Adolphe Granier de Cassagnac y J. Lefebvre habían puesto en tela de juicio la tesis de que el francés proviene del latín. (Cortez, por cierto, no los menciona en su libro, lo cual me parece una falta de honestidad intelectual). Ayer leí un texto de Hins y otro de Espagnolle (que un internauta tuvo la gentileza de escanear y poner en la web) y básicamente lo que estos autores plantean es que el latín no es la lengua madre del francés y que esta última lengua es anterior. Sus argumentos, más bien históricos, hacen alusión a la conquista romana de las Galias, y a diferencia de Cortez no ofrecen un análisis lingüístico comparativo del latín con las lenguas romances. Pero lo que estos textos vienen a mostrar es que la duda de que el latín sea la progenitora del francés (y por ende de todas las lenguas romances) ya existe desde hace al menos 150 años. La academia tampoco respondió nunca a estos trabajos: simplemente los ignoró.

Mientras buscaba información sobre la recepción del libro en los círculos académicos di con el blog personal de Yves Cortez y me enteré, por una entrada publicada por su hija, de que el autor murió hace unos meses. Como no creo que tuviera muchos discípulos es probable que su pretendida revolución lingüística se quede inconclusa. Pero quién sabe: quizás alguien decida seguir investigando y finalmente se pueda llevar a debate académico este tema que parece haberse convertido en un dogma.

viernes, 11 de septiembre de 2009

Acertijo lingüístico

He aquí una pista de audio en un idioma misterioso. ¿Alguien sabe o puede adivinar cuál es?